La Paula - Ana María Caillet Bois
Cuando la Paula se dio cuenta de
que le había llegado la hora fue a la iglesia, le pidió perdón a Dios bajo
juramento, y se tiró del campanario.
—¿Adónde irá ahora la Paula que le vendió el alma al
diablo? —dijo la Sara, y agregó—: siempre fue una descarriada.
—Hay que buscar el cuerpo —dijo el
cura párroco.
—Yo la vi volar —dijo un niño que
estaba en la calle.
—No —dijeron las mujeres que
estaban tejiendo acolchados para los pobres—, la Paula cayó en la arboleda que está detrás de la
iglesia.
—Hay q
ue buscarla —hablaron todos a
coro..
—Formemos patrullas —dijo don
Braulio, el viudo, que recién se enteraba de lo sucedido.
Se formaron las patrullas; el
pueblo entero buscó en los techos, la copa de los árboles y todo lugar que
pudiesen registrar, pero el cuerpo de la Paula se había esfumado.
La Paula, vivita y coleando,
sentada en un cumulonimbus, una nube típica de tormenta, miraba a todo el
pueblo que, convulsionado, seguía buscándola.
—Es imposible saltar —pensó la
Paula y muy acongojada se preparó para ver su propio velorio.
Don Braulio y las hijas, cansados
de buscar y de tanta habladuría, fueron a la funeraria y pusieron punto final
al asunto.
—Preparen todo, se vela a cajón
cerrado —dijo cortante el marido, tal vez viudo, don Braulio.
La casa velatoria estaba repleta de
gente cuando la hija de la Sara comenzó a llorar con tanta angustia que
contagió a los presentes, y también a la Paula que desde su nube miraba todo lo
que ocurría y nunca pensó que la hija de la Sara la quisiera tanto.
Justo cuando partían para el
camposanto se desató una tormenta tremenda, la lluvia levantó un muro
transparente a través del cual era como si las personas se disolviesen y un
viento arrollador arrastraba todo a su paso. La nube sobre la que estaba la
Paula se deshizo en millones de gotas y ella se precipitó desde cinco mil
metros de altura, quedando al lado del féretro, esta vez bien muerta.
Enorme fue la sorpresa de los
deudos, pero ahora la cosa tenía el color (negro) de los servicios fúnebres que
todos conocemos. El cortejo salió de la cochería, y como en el pueblo de la
Paula el cementerio queda a pocos metros de cualquier parte, los familiares y
vecinos decidieron cargar el ataúd sobre los hombros, bajo la lluvia que
arreciaba. Pero lo hicieron con tan poca fortuna que todos empezaron a resbalar
y cayeron de bruces sobre el lodo. La confusión y el susto, al verse atrapados
por esa masa achocolatada y pegajosa, produjo que varios fueran víctimas de
ataques cardíacos. Otras personas, en su afán de socorrer a los caídos, se
fueron enterrando más y más en el fango y desaparecieron de la superficie de la
tierra. No hubo una sola familia que no experimentara la pérdida de uno, dos o
más parientes. ¡Un verdadero cataclismo! Los pocos habitantes que quedaron
vivos, al contemplar la magnitud de la catástrofe, no soportaron tanto dolor y
se fueron muriendo uno a uno.
Cuando la tormenta pasó, la única
persona viva del pueblo era el cura párroco quien, desde el campanario, repetía
la historia de la desaparición y caída de la Paula, y narraba entre sollozos la
trágica muerte de toda la gente del pueblo. Nadie hubiera creído semejante
cuento. Pero por suerte no había nadie escuchándolo.